Los recientes sucesos de Sevilla, en que sendos incendios provocados durante la recarga de coches eléctricos han vuelto a poner en tela de juicio las bondades de la movilidad eléctrica y a poner de manifiesto que, en este tema, queda todavía mucho camino por recorrer en materia de seguridad y de responsabilidad civil. Pero más allá de los problemas puntuales de seguridad, pienso que es una buena oportunidad para recapacitar sobre este no tan nuevo modo de movilidad.
El coche eléctrico como concepto no es nuevo, data de finales del siglo XIX, donde se produjeron diversos tipos de automóviles eléctricos que finalmente fueron desechados, principalmente debido al enorme peso de las primitivas baterías de ácido-plomo con que estaban equipados. Pero la movilidad eléctrica no desapareció, sino que quedó como una subclase de la movilidad colectiva mediante vehículos alimentados por cable y que por tanto no necesitan baterías. Trenes eléctricos, “metros”, tranvías y trolebuses (estos últimos absurdamente menospreciados en España) forman un eficaz cuarteto de modos de transporte colectivo con indudables ventajas ambientales sobre sus alternativas de combustión interna.
Desde finales del siglo XIX la movilidad en los países desarrollados se ha caracterizado por un auge espectacular de la movilidad individual, basado en el automóvil de combustión interna y, en los últimos años, por una creciente conciencia ecológica de los daños que tal auge causa al medio ambiente y la búsqueda de alternativas, entre las que destaca de momento una vuelta al coche eléctrico, hecha posible por las nuevas baterías de litio, mucho más eficientes que las antiguas baterías de acido-plomo. Estamos por tanto ante una renacer de la movilidad eléctrica individual, al que se dedican ingentes inversiones tanto públicas como privadas, cuyo horizonte parece ser la sustitución en el plazo de una generación del parque actual de automóviles de combustión interna por un parque equivalente de automóviles eléctricos.
Esta transformación radical de nuestra movilidad cotidiana presenta formidables retos sociales y tecnológicos, de los que aquí me interesa señalar uno de carácter sistémico y cuya solución no depende de los avances tecnológicos que se esperan en la producción de coches eléctricos (en motores, baterías y otros componentes). Me refiero a los problemas de repostaje de la flota eléctrica. Un cálculo al alcance de cualquier alumno de primero de física o ingeniería nos dice que la capacidad de transferencia de potencia de cualquier surtidor convencional de gasolina es del orden de 23 Megawatios. Ésta cifra es del orden de la potencia de una central solar de tamaño medio, o por decirlo de otro modo, una central nuclear media (de 1 Gigawatio) sólo proporciona la potencia equivalente a la que proporcionan 50 (sic) surtidores de gasolina operando simultáneamente. Esto es una consecuencia directa de la enorme densidad energética de la gasolina y otros combustibles fósiles. Esta enorme densidad energética es la que permite a nuestros coches recorrer 100 km tras un repostaje de unos pocos segundos. Como alguien dijo alguna vez “La gasolina no existe porque exista el coche, el coche existe porque existe la gasolina”.
Esta capacidad de transferencia de energía está por completo fuera del alcance de la electricidad. Una estación eléctrica de carga rápida de 120 kilowatios necesita del orden de 10 minutos para proporcionar una autonomía de 100 km y una instalación doméstica de 7 kilowatios, como las que se instalan en los garajes comunitarios, necesita de tres a cuatro horas de carga para proporcionar la misma autonomía a un solo coche eléctrico. Esto implica que sustituir el actual parque de coches de combustión interna por coches eléctricos implicaría un rediseño de toda la red eléctrica (desde nuevas centrales hasta nuevas redes de distribución a nivel residencial), pues el sistema actual resulta claramente insuficiente. Es posible que esta insuficiencia de la actual red eléctrica esté en el origen de algunos de los accidentes mencionados al principio de este artículo. Y por supuesto los costes de esa transformación del sistema eléctrico no van a reflejarse en las facturas de los coches eléctricos, sino que van a recaer por igual en la factura de eléctrica de todos los ciudadanos.
No sabemos si la transformación anunciada del actual parque de coches de combustión interna en automóviles eléctricos va resultar un fiasco o va a dar lugar a un New Deal económico, similar al que se produjo tras la segunda guerra mundial con la generalización del automóvil de combustión interna como producto de consumo masivo, pero podemos afirmar que esa transformación, si finalmente tiene lugar, no va a ser fácil. De momento, los resultados no son demasiado esperanzadores. A pesar de las generosas ayudas, las matriculaciones de coches puramente eléctricos (los híbridos no cuentan porque su fuente primordial de energía sigue siendo fósil) avanzan muy lentamente en Europa, la zona económica que más ha apostado por el coche eléctrico, mientras que las matriculaciones de vehículos de combustión interna continúan siendo mayoritarias.
Frente a ello, las ventas de bicicletas y patinetes eléctricos en Europa y en el mundo avanzan a un ritmo espectacular. Según estudios recientes, cada año se venden en el mundo más de 20 millones de bicis eléctricas y aún más patinetes eléctricos, de modo que más del 40% de las ventas mundiales de vehículos de dos ruedas son eléctricas, mientras que este porcentaje se reduce a menos del 10% para los vehículos de cuatro ruedas. Ello sucede sin apenas ayudas públicas, lo que contrasta con las generosas ayudas al automóvil eléctrico.
Las causas de tal diferencia son fáciles de identificar. La mayor eficacia y sencillez de los motores eléctricos hace muy fácil y eficiente su aplicación a la movilidad personal. Y el incomparablemente menor tamaño y peso de dichos vehículos hace que baste con una simple enchufe de una instalación doméstica convencional para solucionar su recarga. Estos vehículos, junto con la bicicleta convencional, están experimentando un auge espectacular en todo el mundo desarrollado (y en el subdesarrollado no han dejado de tenerlo nunca) pese a las restrictivas regulaciones de tráfico, a la falta de infraestructuras y a un urbanismo pensado para favorecer al automóvil privado. En España, ciudades como Sevilla, Barcelona o San Sebastián son una buena muestra de ello.
En definitiva, ello no hace más que poner de manifiesto, una vez más, el absurdo de utilizar una sofisticada máquina de una tonelada de peso para transportar una sola persona de menos de 100 kg de peso (la mayoría de los desplazamientos en automóvil son unipersonales) durante menos de 5 km (el 50% de los desplazamientos en automóvil son de menos de 5 km). Como dije más arriba, no sabemos si finalmente los problemas asociados a la generalización del coche eléctrico tendrán solución satisfactoria o no, pero sí que el cambio de una movilidad fósil a una movilidad eléctrica abre posibilidades mucho más racionales, entre ellas la aparición de una nueva movilidad personal eléctrica en las ciudades, mucho más ecológica y eficiente. La miopía generalizada de los poderes públicos hacia tal posibilidad resulta descorazonadora.